Antes de ver lo que Arturito, el repetidor, llevaba en su caja de compases, acepté cambiársela por la mía. Primero pusimos dentro las cosas que nos dolían y nos comprometimos a llevar la carga del otro, seguros de que la nuestra era peor.
En mi caja metí el beso que Lucía —mi Lucía– le dio a mi vecino y la noche en que mi padre se fue. Al abrirla, Arturito se sintió huérfano de repente y se volvió desconfiado como yo.
En mi caso, desde que abrí la suya —hace ya tres años— estoy en quinto, coladito por los huesos de la maestra, dispuesto a repetir curso eternamente, sufriendo lo indecible por amor.
Elena Bethencourt