Lenguas vivas. Elena Bethencourt
(publicado en la Revista Quimera, enero 2021)
Me quedo mirándola sufijo a los ojos y me siento el sujeto más predicado del mundo. Con voz pasiva le susurro lo adjetiva que es. Ella, muda como una hache, me analiza sintácticamente. Mientras intento adivinar en su elipsis si también desea una oración copulativa, me da una oclusiva bilabial sonora que volvería apócope a cualquiera. Luego, se quita lentamente la tilde y la deja en el suelo. Yo también. Acerca su verbo al mío y nos conjugamos enteros con suavidad. Al rozarle las diéresis se vuelve esdrújula. A mí se me sustantiva el morfema y me pongo gerundio como un nominal. Tras mil complementos circunstanciales de modo, llegamos —entre interjecciones— al glosario y caemos léxicos sobre las sílabas blancas.
Soy un semántico y la acurruco entre mis párrafos para recitarle un fonema, pero no le gusta la subordinación de los pronombres «tú y yo», me dice. Recoge su tilde del suelo, se la pone y se va. Ya ha diptongado, así que me deja hiato.
Me quedo dativo con la mirada perdida en el nexo, recordando su desinencia, maravillado por la sintaxis tan singular del género femenino.