Cuando el dueño del reloj de arena le dio la vuelta, sus habitantes aprovechamos para bloquear el embudo y quedarnos arriba. Entonces el tiempo se detuvo y nosotros —ahora inmortales— construimos montañas, plantamos árboles y convertimos aquel desierto en un vergel.
Cuando el dueño regresó, temimos por nuestro microcosmos, pero abrió el reloj con delicadeza, rellenó con arena, sol y agua la parte inferior y escribió “Playa” en un cartel.
Mirando embelesados las olas del nuevo paraíso, entendimos que no todo era norte, que el sur existía también y que, para alcanzarlo, valía la pena echar a andar el tiempo otra vez.